jueves, 8 de abril de 2010

En una tierra lejana: CUATRO MUJERES EN LA MONTAÑA (4)

Mi viaje continuaba. Fue muy gratificante hacer esa corta escala en la Tierra de La Eterna Juventud. Siempre tuve curiosidad por conocer ese lugar y realmente fue una grande sorpresa saber que íbamos a cruzar por ahí. Me sentí afortunada. No todos tienen la suerte de palpar con sus cinco sentidos lo mágico y misterioso de este lugar. Y en verdad me sentí renovada y alentada a continuar mi marcha con una actitud de aceptación y tolerancia, puesto que el bus carecía del confort requerido para un largo viaje. Me parecía que el matiz de la aventura empezaba a emanar sus colores y yo quería estar despierta con mis ojos y mis oídos muy atentos para vivir la experiencia, sin omitir detalles.

Dentro del vehículo iban hombres con guitarras cantando muy alegres, entre sorbo y sorbo del licor fuerte que acostumbran beber en los pueblos. Es muy conocido como el legítimo aguardiente. Quizás, para ellos era una costumbre viajar así, pero no me molestaba en lo absoluto, además, el delicioso sonido de las cuerdas de una guitarra siempre fue mi debilidad. De la treintena de pasajeros sólo éramos cuatro mujeres las que viajábamos, por tanto procuramos mantenernos algo distantes de ellos, con el fin de lograr que no se propasaran. Y así fue.

Habían transcurrido unas tres horas más cuando llegamos a otro pueblo, que ahora no recuerdo su nombre exacto, pero lo voy a llamar El Valle. Descendimos del vehículo, estirando nuestros huesos que se habían mantenido apretujados entre la estrechez de los asientos. Yo cargaba un pequeño bolso, al igual que mi cuñada y las dos muchachas bonitas que eran nuestras compañeras de viaje. La una, me informaron, era una secretaria del municipio y la otra, profesora de escuela. Mi cuñada era trabajadora social y tenía un cargo en el magisterio.

¿Y ahora qué?. Sé que ellas evitaban comentarme cuál sería el paso siguiente para que no me decepcionara del viaje. Ahora debíamos alquilar caballos para emprender la nueva ruta. Gran parte de mi vida la he vivido en el campo en medio de caballos y no me asustaban. Algo sabía de cómo guiarlos, pero me atemorizaba el hecho de saber que íbamos a emprender este nuevo viaje a través de la montaña. Me platicaron que estaba en proyecto retomar la construcción de la carretera para que los pueblos puedan comunicarse, por tanto, por ahora, ningún carro podía transitar en ella, era muy angosta. Comentaron que serían unas tres horas más de recorrido montadas a caballo para llegar al siguiente pueblo donde nos esperaba un carro que nos llevaría a la pequeña ciudad, nuestro objetivo de viaje.

Como era de esperarse los hombres podían guiar con más experiencia los caballos y se nos adelantaron y quedamos bastante atrás las mujeres. Mi cuñada y yo no teníamos práctica, las dos jóvenes sí, pero las cuatro debíamos permanecer juntas. Y sí que fue divertido el viaje. Eramos cuatro mujeres jóvenes y guapas montadas a caballo en una travesía montañosa. Sólo escuchábamos nuestras voces, y no se veía por ningún lado el más mínimo indicio de un caserío. Todo se veía inhóspito y solitario. Sentí algo de miedo por dos cosas: una que apareciera de la nada algún delincuente y nos atacara, y la otra, que se desatara un fuerte aguacero y provocara algún deslave de las tierras movedizas de las montañas. Por momentos, caminábamos y algunas veces miré hacia el barranco y me asustó su profundidad. Las dos muchachas tenían una alegría y optimismo contagiante. Se reían de lo que sea y sinceramente todo era divertido. Pero no tanto cuando dieron de manotazos a las nalgas de mi caballo y sentí que perdía el control del mismo. Yo sólo gritaba mientras ellas me insistían que halara con fuerza las sogas, y así lo hice. Logré frenar a raya pero fue inevitable mi caída. Caí sobre un charco lleno de lodo. Ellas reían mucho, pero cuando estaban cerca les lancé el lodo y todas quedamos muy cochinitas. Me lastimé algo, pero nada que no me hiciera reír. Fue una broma algo pesada pero tuvo un final feliz. No había duda, la naturaleza estaba conspirando con nosotras para que nuestro viaje fuera placentero.

Llegamos a un lugar donde se veía un río muy al fondo y se podía divisar al otro lado un pequeño caserío, pero no había puente; así es que debíamos descender por un camino de pica hasta llegar al río. Allí debíamos cruzar un pequeño puente de madera. Y así lo hicimos. Descendimos con incomodidad, -sin montar los caballos, lo consideramos peligroso-, cruzamos un angosto puente con tablas mal puestas y crujientes. El río se veía muy correntoso y la fuerza de las aguas golpeando las piedras provocaba un ruido escandaloso que no dejaba escuchar nuestras voces. Al otro lado del río emprenderíamos la subida hacia la superficie. Subir una montaña zigzagueada y casi vertical, fue un tremendo trajín, para nosotras y los caballos, pero finalmente, llegamos. Habíamos tardado cinco horas en esta ruta, desde El Valle hasta este pueblo.

Todos los pasajeros estaban montados en el carro que nos trasladaría a nuestro pueblo definitivo. Ellos nos vieron, pero no les causó gracia nuestras caras y vestimenta empapadas de lodo. Se quejaron fuertemente por nuestro retraso, porque el carro no podía arrancar sin nosotras. Sólo conseguimos lavarnos la cara en una pequeña tienda. Bebimos bastante agua, compramos algunas galletas y subimos al carro. Llegaríamos al pueblo en unas tres horas más.

2 comentarios:

  1. woooooow, está historia me recordo algún momento de mi niñez je, me gusto esta AnaMaríaAventura, felicidades.

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  2. Siempre mil gracias por tus comentarios. Me alegra que hayas evocado vivencias de tu niñez, en base a mi relato. Es bueno recordar los buenos momentos, uno siempre sonríe. Tu amiga que te admira: Ana María.

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