Era una bella mañana. Estaba montada en el autobús, sonriente, con mi respiración agitada, procurando estabilizar mis nervios, que habían llegado hasta su límite. Me había sentado junto a la ventana y a través de ella podía ver como el sol caía imponente sobre las verdosas praderas, los enormes trigales y las altas montañas, construyendo de manera mágica, una gigantesca pintura artística. Yo, estaba feliz observando el paisaje con estos ojos que no dejaban de llorar. Si, lloraban de emoción al admirar tanta belleza y por haberlo, por fin, abandonado. Mi espíritu se sentía libre. Había escapado de una horrible cárcel donde me mantenía prisionera, y que por mucho tiempo había creído que no había opción de escape.
Hace tiempo que debía haberme marchado, pero siempre me faltó el valor suficiente para hacerlo. Me vi siempre acorralada por el miedo. Esta inmensidad maravillosa que mis ojos veían, me estaba diciendo que había esperanza, que había una vida nueva allá afuera, pero mis lágrimas no dejaban de caer. Mientras rueda el autobús y yo sigo mirando emocionada hacia el exterior de la ventana, voy evocando los momentos angustiantes vividos antes de abordar el vehículo. Había tomado la seria decisión de marcharme de su lado, junto a mis dos hijas, mi pequeña bebé de tres meses y medio y la que llevaba en el vientre, aun no sabía si era niña, era muy temprano para saberlo, era apenas un minúsculo embrión que estaba creciendo dentro de mi.
Una noche habíamos tenido una de nuestras escandalosas peleas. Estaba embarazada de un mes. Es irrisorio, pero yo en vez de querer quedarme por mi estado, me quería marchar. Es que sabía lo que era vivir a su lado y no pretendía ofrecerle una nueva víctima a su ego machista y descontrolado. Después de cada discusión, al día siguiente él iba a su trabajo, con tanta naturalidad, como si nada, silbando, pero regresaba a media mañana, dizque porque nos extrañaba. Yo sabía que le invadía el miedo al abandono, le entraba la inseguridad, dado que yo no le hablaba, seguía enojada, resentida, dolida. Pero tuve un plan. Esta vez era diferente; quería que él confiara en mí y fingí no estar herida y sonreía en esos días, para que él se quitara de la mente la idea de que lo dejaría. Así, en ese día, era la tercera vez que tampoco iría a casa a mitad de mañana. Yo lo sabía.
Luego de darle su acostumbrado cafecito, se marchó a su trabajo. Estaba completamente segura de lo que iba a hacer. Esperé unos minutos, cerré mis ojos, procurando tranquilizarme, respiré profundo y me dije: manos a la obra. Entonces, me apresuré a arreglar un bolso pequeño donde guardé ropita de mi niña, su colchita, dos teteros cargados de leche, abrigué a mi pequeña, le coloqué su gorrito de lana y también me puse mi suéter, sumamente nerviosa. A veces él tenía comportamientos impredecibles, talvez, podía cambiar de opinión y acudir a casa esa mañana, pero debía correr ese riesgo.
Ahora estaba lista para salir del pequeño apartamento, sólo esperaba el momento en que la dueña de casa se descuidara para yo poder escapar. Siempre supe que ella me vigilaba a petición de él. Y así fue que percibí que ella caminó hacia la otra parte extrema de la gran casa y fue cuando aproveché. Como un rayo, salí rápido, pero en silencio. La vecina que ocupaba el apartementito contigüo al mío advirtió lo que estaba haciendo y se dispuso a ayudarme. Era una señora bastante mayor, pero muy dulce. Me encaminó hasta la puerta principal. Salí a la calle, caminé una media cuadra, cargada a mi niña y el bolso, imaginaba que en cualquier momento él me tocaría el hombro. Sentía que las piernas me temblaban pero no había vuelta atrás, había dado el primer paso y tenía que seguir adelante. Por suerte, pasó un taxi por ahí y lo agarré y le pedí que fuese al terminal de autobuses que viajan al interior del país pero que se diera prisa. Y así lo hizo. Cuando llegué, por fortuna, un carro estaba por salir a la Provincia donde yo iba. Subí al vehículo, con la ayuda de los pasajeros. Fueron muy corteses al ayudarme a colocar en el asiento. Yo sufría imaginando que él me había descubierto y que en cualquier momento subiría al autobús, o lo hiciera detener para regresarme a casa a la fuerza. El carro partió y sentí un alivio muy grande. Me estaba sintiendo liberada, nueva e importante. Cuando el carro salió de la ciudad y ví la bellísima mañana, me sentí bañada de esperanza. Entonces empecé a llorar. Hacía tantos días que no había salido de casa.