viernes, 9 de abril de 2010

En una tierra lejana: EL FINAL DEL CAMINO (5)

Ya estaba muriendo la tarde. Las luces del día se estaban escapando, sintiéndose ya muy de cerca la llegada de la noche. Culminar mi viaje era lo que más deseaba. Estaba exhausta, pero ansiosa por conocer ya este pueblo lejano. Habían transcurrido tantas horas viajando bajo un clima de inconvenientes y penurias, pero, sinceramente, lo estaba disfrutando. Nunca antes había vivido algo así. Miraba afanosa por todos lados pero sólo veía árboles por doquier, no había ninguna señal de que estuviésemos llegando a alguna población. Me preguntaba si ¿realmente esa pequeña ciudad quedaba por estos alrededores?.

La carretera era bastante rústica y saltábamos de los asientos con frecuencia, por motivos de los baches. De pronto me dí cuenta que estábamos descendiendo. Con la poca luz que restaba de la tarde dirigí mi mirada hacia el fondo, a través de las ventanas polvorientas y observé un río muy hermoso. Era espectacular. Era lo más llamativo y asombroso que había visto en esta zona montañosa. No viene a mi memoria el nombre de ese río, por más que trato, pero me fascinó. Cruzamos un puente ancho de concreto y empezamos a subir de manera zigzagueada la montaña. Estando ya casi en la cima, no podía ver el río, ya el ambiente había sido atrapado por las sombras de la oscuridad. Interrogaba a mis compañeras de viaje: ¿A qué hora vamos a llegar, ya han transcurrido las tres horas, que dijeron?. Me repetían: "tranquila, ya falta poco, tranquila". Era un afán obsesivo por llegar a conocer este pedazo de tierra, rinconcito de la patria, sumado a la necesidad de bañarme, comer algo y descansar.

Ya estábamos llegando a la cima de la montaña cuando el autobús hace un giro para ir al otro de ella y entonces, casi quedo muda por lo que vieron mis ojos. Allí estaba, por fin había llegado a la pequeña tierra lejana. Ella reposaba airosa en la falda de la montaña. Se la veía fascinante, iluminada, esperanzadora. Era como haber encontrado un tesoro después de tanto haberlo buscado. Sí, eso era lo que sentía. Era un momento mágico que capturaba mis sentidos. Aun no sabía qué era lo que me esperaba vivir allí en esa pequeña población, pero estaba deseosa por descubrirlo. Sólo era cuestión de tiempo.

A la entrada del pueblo pude apreciar un campamento de militares, muy iluminado. A través del enrejado se veía un amplio césped, bien cuidado, adornado con muchos árboles, plantas y flores. Uno que otro militar iba caminando por ahí. Mientras descendíamos pude ver que el pueblo era largo. Las casitas eran casi todas blancas y no muy altas. Había una iglesia muy grande, con un pequeño parque al frente, donde se veían personas sentadas en bancas o caminando. Junto a ella se hallaba una amplia edificación, en forma horizontal. Dijeron, era una escuela católica primaria. La gente en la calle se mostraba sorprendida por nuestra llegada y niños corrían alegres junto al carro. Este se estacionó en una callecita. Procedimos a descender y nos recibió mi hermano quien, muy afectuoso, nos saludó. Seguidamente, caminamos a su domicilio. Nos despedimos de la una muchacha pero la otra fue con nosotros. Entonces, supe que ella era la hija del propietario de la casa donde mi hermano arrendaba sus habitaciones. Fue una alegría volver a ver a mis dos sobrinos pequeños y conocer a las cinco hijas del dueño de casa, eran tres señoritas y dos niñas, todas ellas lindas. Además tenía un hijo de once años y otro, que era el mayor de todos, de veintiséis, quizás. Vivía allí con su esposa, otra joven bonita. También me presentaron a una pareja de esposos, oriundos de Ambato, que arrendaban en esa casa. El señor laboraba en el único Banco que había en el pueblo, al igual que mi hermano. Los dos compaginaban con sus bromas y chistes. Mi recibimiento fue de lo mejor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario