Había pasado por una situación muy deprimente y de terror. Había decidido ver cada uno de los cadáveres que llegaban a la morgue a través de la ventana de vidrio, que daba a esa fría sala. Precisaba ver con mis propios ojos si uno de ellos era el de mi sobrino. Tuve que mirar cuerpos ensangrentados, con graves heridas. Me dí cuenta que los miembros inferiores de los cuerpos presentaban fracturas múltiples, en su mayoría. Aún no conocíamos los detalles de cómo se accidentó el avión, ni las razones, reitero que ese pueblo estaba sumamente incomunicado y estaba casi segura que en las otras provincias, o en todo el país ya sabían lo del accidente y debió ser una noticia de primera plana en todos los diarios de la nación, y la televisión debía haberlo trasmitido ya en los noticieros de las mañanas, de las tardes y las noches. Entonces pensaba en el sufrimiento de mi madre por su adorado nieto, en el de su padre, puesto que era su hijo mayor, siendo su gran sueño verlo convertido en un ingeniero civil. Acá no sabíamos nada. Su madre, que vivía en el exterior también debía ya estar enterada y sufriendo por su hijo, al igual que su querida hermana María del Carmen, y otros hermanos. Ellos, quizás, también debían guardar la esperanza de que él no había muerto y que pudo haber sobrevivido. Eso mientras no vieran aún el cuerpo. Sabía que oriundos del pueblo, extrañamente, sólo viajaba una persona, era una señora. Los demás pasajeros eran foráneos. Habían muchas personas del pueblo que estaban en la ciudad, pero con seguridad no alcanzaron a comprar boletos porque ya se habían vendido todos a personas que no pertenecían al pueblo.
Era una mañana fría, o quizás, para mí lo era porque todavía mi piel parecía conservar esa frialdad que emanan las morgues y que te llegan hasta los huesos, pese a que sólo había observado los cadáveres desde la parte exterior. Me encontraba en el colegio, en el salón de clases. Mi cuerpo temblaba de los nervios y por ese misterioso frío. A cada momento percibía que se me escapaba la concentración en lo que estaba haciendo, pese a hacer todos los esfuerzos por mantener el control, tratando de reducir la zozobra en que se encontraban los alumnos, por causa del accidente.
Mientras los estudiantes estaban anotando en su cuaderno algo que escribí en la pizarra, me senté y me vino a la memoria un recuerdo muy triste vivido en una morgue en la época en que estudiaba en la universidad de aquella hermosa ciudad que tanto me gusta nombrar: Cuenca, Atenas del Ecuador. Aquella joven estudiante simpática, mi vecina de cuarto en la casa donde vivía y que una vez estaba de candidata para reina de su pueblo, habiendo ganado el reinado gracias a unas serenatas que dimos, tenía grave a su hermanito de doce años en el hospital por un hecho tan lamentable y por un descuido fatal. Su madre le dio una cucharadita de vitamina aquella mañana antes de ir al colegio y por error, equivocó el frasco y agarró uno que contenía un veneno mortífero para las garrapatas del ganado y caballos que tenían en su hacienda. El niño devolvió todo el líquido que ingirió por su horrible sabor, entonces su madre angustiada se percata que no se trataba de la vitamina y lo lleva con urgencia a centro médico del pueblo, pero de allí lo envian a la ciudad de Cuenca para ser ingresado en el hospital por síntomas de posible envenenamiento. Del pueblo a la ciudad quedaba un poco más de dos horas. Los médicos actuaron de inmediato, hicieron todo lo que la ciencia les pudo permitir hacer para salvarlo, pero aquel hermoso niño se fue, partió, inevitablemente. Lo conocí de cerca y me afectó.
Era de madrugada cuando acompañé a mi amiga a la morgue a retirar el cuerpo de su hermano y no recordaban en cuál gaveta lo habían colocado y nosotras dentro con unas enfermeras presenciamos como iban sacando las gavetas y levantando las sábanas blancas en busca del niño. Le pedía a ella que no mirara pero ella quería ver. Yo sospechaba que cuando mirase a su hermanito se iba a impresionar mucho. Al fin lo encontraron. Para las dos fue una fuerte impresión, pero debió ser mayor para ella, fue un ser de su sangre. Entonces ahora entendía por qué ella también quería mirar. No era por una cuestión morbosa, quizás; deduzco que me estaba sucediendo lo mismo a mí, mientras no vea el cuerpo con mis propios ojos no iba a creer que mi sobrino había fallecido.
Aquella noche no pude dormir, no podía borrarme de la mente la expresión del rostro del pequeño y todo lo que vi en la morgue. En aquellos momentos imaginaba a mi amiga recibiendo un ramo de flores y caminando feliz en el escenario siendo aplaudida por la multitud, luego de haber sido coronada reina del pueblo. Y entonces, me la imaginaba triste cargando flores pero camino al cementerio. Resultaba tan contradictorio. Y yo siempre tengo debilidad por pensar en los contrastes, así como en algún momento recordé ver a mi sobrino emocionado luego de abordar el avión cuando viajamos los dos con mis niñas hacia el pueblo y entonces luego lo imaginaba angustiado en el momento del accidente dentro del mismo avión. En fin, no es mi culpa que la vida sea una constante contradicción de cosas y de hechos, solo sé que con ella tenemos que convivir y luchar por sobrevivir. Estaba envuelta en esos pensamientos cuando se escuchó el sonido de un helicóptero muy cerca de nosotros, de pronto el ruido se volvió ensordecedor. Todos salimos y detectamos que el aparato estaba descendiendo en el patio del colegio. Alumnos y maestros corrieron hasta el sitio donde estaba asentándose el helicóptero. Yo creo que fui la primera. Entonces comenzaron a bajar el primer cuerpo de este último grupo, completando así la lista de pasajeros y tripulantes que habían abordado el avión que eran veinticuatro. Los iban a trasladar a la morgue del hospital que quedaba al frente del colegio, para posteriormente enviarlos a su lugar de origen.
Descendían la primera bolsa negra y yo me acerqué y entonces, algo así como una sensación de pánico me envolvió, en un primer momento, pero, de inmediato, y por unos segundos me sentí como estar en medio de una atmósfera diáfana y divina, era como que me cubrió un halo reluciente y todo parecía moverse en cámara lenta. Me sucedía esto mientras veía el cuerpo que bajaban. Lo vi, era él, mi sobrino. Vi su frente y su cabello y lo reconocí de inmediato. Su frente era inconfundible porque tenía dos entradas muy notorias. Después, recuerdo me vino un llanto imparable, unas maestras me sostuvieron, porque me sentí algo desfallecida, pero, saqué fortaleza de algún lugar y fui siguiendo a los militares, cuando llegué al hospital, me permitieron ver el cuerpo, entonces vi que lo habían colocado en el piso, lo habían sacado de la bolsa negra y habían puesto una tela blanca en la parte de su pecho, desde su cuello. Me acerqué a él. Parecía estar sólo dormido, con sus ojitos cerrados, no había perdido el color tostado de su piel. Sus piernas presentaba fracturas en las piernas, llevaba puesto un pantalón jean y tenía también unos zapatos tipo deportivo, que eran de gamuza marrón claro. Pude ver sus manos y uno de sus brazos, por un costado de la tela blanca; no vi sangre en él.
Seguidamente trajeron bolsas negras pequeñas, creo eran unas cuatro y de ellas sacaron cuerpos de niñas y niños, me dio tanta impresión ver infantes fallecidos. Apenas estaban empezando a vivir y ya el destino les cegaba sus vidas de manera implacable. Comentaron que eran niños extranjeros que viajaban con sus padres y más familia para las fiestas del pueblo que se acercaba, habían sido gitanos, aquellos que se ganan la vida leyendo la suerte a través de las líneas de las manos. Había una pareja de arqueólogos extranjeros también. Por la noche los cuerpos fueron velados . Asistieron muchas personas y rezaron el acostumbrado rosario, en medio de la penumbra, siendo solo alumbrados con la luz de las velas. Y al día siguiente en ataúdes confeccionados rústicamente y apresurados serían trasladados a la ciudad para ser entregados a sus respectivos familiares. Fueron unos días de suprema angustia. Mi sobrino entregó su vida al destino, por amor. Siempre lo voy a extrañar. Era un maravilloso ser humano.
A su paso fue dejando una huella indeleble que nadie podrá olvidar.
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