Hay momentos especiales en nuestra vida en los que la mente se siente atrapada por la nostalgia. Estoy aquí, sentada frente a mi computador, con café en mano, mirando de vez en cuando las hermosas pinturas que tengo al frente, que son las que me inspiran a escribir. De repente, sin darme cuenta, planto la mirada en un paisaje, con un bello atardecer, entonces, vienen atomáticamente a mi memoria escenas de vivencias pasadas, que me han sido inolvidables. Recuerdo aquellas tardes soleadas en aquella maravillosa ciudad donde viví en mi época de universidad, ciudad provista de inigualables paisajes, ciudad de cantores y poetas, que enorgullece a sus habitantes, porque cada rinconcito es un ensueño que te acaricia la mirada. Y les digo, que no estoy exagerando.
Eran cerca de las cinco de la tarde y yo como siempre apurada para ir a mi clase de literatura, terminando de hacerme el último rizo en mi cabello, retocando de color rosa mis labios, buscando mi suéter color marrón, que era el que más me gustaba usar, por ser el más abrigado. Apresuradamente, tomaba el pequeño bolso donde guardaba mis libros. Los tacones de mis botas sonaban escandalosamente sobre los peldaños de la pequeña escalera de madera, que la dueña de casa solía decirme, sonriente "Otra vez, ¿atrasada Anita?". Y yo me despedía rápidamente con un "Hasta luego, Doña Estelita". Residía , no muy lejos de mi Facultad, al otro lado del majestuoso Río Tomebamba. Majestuoso por sus inquietas aguas, adornado de piedras y sauces llorones, levantados sobre una manta muy verdosa que se hallaba recostada orgullosa sobre sus orillas. Debía llegar frente al río y girar a la derecha, para bajar por la acera un tanto empinada, a la que estaba pegada una larga baranda que conducía hacia el pequeño puente que me llevaría al otro lado. Entonces, cuando llegaba frente al río, elevaba mi mirada hacia el cielo e inconscientemente, colocaba las manos sobre la baranda. No puedo describir cuán fascinante espectáculo pudieron ver mis ojos. Un cielo gigante lleno de matices con colores naranja y amarillo y con nubes rosadas adornadas en sus filos con un blanco intenso de donde se desprendían minúsculos rayos, pero, estrictamente delineados, que cruzaban a través de las nubes y caían relucientes sobre las montañas, embelleciendo el horizonte.
Me detenía a mirar el paisaje casi todas las tardes, por lo tanto llegaba atrasada a mi salón de clases. No me importaba si las personas que vivían en las casas coloniales cercanas me veían, como si realmente estuviera hipnotizada. No me importaba que mi maestro de literatura me regañara. Recuerdo que él me solía decir "Otra vez, su retraso, señorita, debe ser por culpa del paisaje, ¿verdad?" Yo asentía con la cabeza, mientras mis compañeros, reían. Talvez, los moradores de aquella ciudad estaban acostumbrados a mirar su belleza natural desde la niñez. Pero, yo había vivido casi toda mi vida en una zona costera, donde no habían paisajes tan impresionantes como los de esta bella ciudad andina. Hasta en una tarde lluviosa, ella parecía hablar de poesía. Esta maravillosa ciudad se llama Cuenca, considerada como "La Atenas del Ecuador" y declarada por la UNESCO como Patrimonio Cultural de la Humanidad.
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