Era un poco más del medio día. Estaba la joven buscando por el piso, desesperada, alguna que otra moneda que pudo algún momento haber caído por ahí y no la recogió porque pensó que por su mínima nominación no le servirían. Otro día como éste había entendido del supremo valor que ellas tenían si lograba juntar algunas, sobre todo, ahora, cuando tenía las tripas hambrientas que le estaban sacudiendo el estómago y le habían empezado a amargar el día. No era la primera vez que esto sucedía. Por enésima vez sus tripas ladraban como perros hambrientos por un largo callejón lúgubre y olvidado. Cada vez que encontraba una moneda se ponía feliz.
-Si consigo otra como ésta ya tendré para comprarme un par de huevos y podré hacerme una tortilla. Así calmaré un poco a estas malditas tripas que me están mortificando.- Decía optimista.
Seguía buscando debajo de la cama, tras el escritorio, en el baño, en cada una de las carteras, en fin, hasta que gritó:
-¡Te encontré!-Se incorporó de inmediato, buscó las llaves de su cuarto y salió. Abrió la puerta principal de la casa y corrió hacia la tienda de la esquina.
-Un par de huevos , por favor.- Le dijo a la mujer que se hallaba en una silla tejiendo. Algo malhumorada se paró y la atendió. Se acercó hasta la canasta de huevos, agarró dos y se los entregó.
-Aquí tiene.-Le dijo.
La joven le entregó las monedas, le agradeció y dio media vuelta para correr hacia su cuarto. En el trayecto se iba imaginando estar friendo su tortilla, en la pequeña cocinita que tenía en la esquina de la habitación. Se miraba, sentada frente a su escritorio saboreando esa deliciosa tortilla de huevo. Ese sería su almuerzo. Otras veces le tocaba comer sólo pan, a veces con mantequilla. Sí, uno en el desayuno, uno en el almuerzo y otro en la cena. Una vez le tocó comer un pan en todo el día, eso sí, con una buena taza de café. Su madre no era culpable de que ella estuviese pasando por esta situación, a veces no le enviaba los suficientes fondos como para poderse mantener en esa grande ciudad, donde ella misma había insistido en estudiar literatura, porque amaba escribir, esa era su pasión. Bueno, ella, entendía que su madre había enviudado y sabía que le era muy difícil satisfacer todas las necesidades de su hija universitaria. Un mes le enviaba dinero, otro mes nó, entonces la joven tenía que hacer algunas actividades para poderse mantener, como tejer cubrecamas, vender libros, dirigir tareas. Pero, una de las cosas que más le gustaba hacer era tocar guitarra y cantar. A veces habían eventos por allí, cumpleaños, reinados, aniversarios, donde ella buscaba cantar. Le gustaba meterse en ese medio, a arañazos, porque sabía que siempre había un contratito por allí que la pudiese sacar de apuros. Todos decían que tenía talento. Escribía letras y colocaba las melodías y le gustaba cantar sus creaciones, pero claro estaba, que a pesar de también tener ese enorme deseo de cantar, ese lugar no era el medio adecuado para desarrollarse como artista ni como escritora. Ella sólo pretendía estudiar allí y viajar a una ciudad mucho más grande y un poco más abierta en ideas. Esta ciudad era muy conservadora por aquellos tiempos. Era una ciudad muy bella, llena de espectaculares paisajes y eso era lo que más amaba de estar allí, que no le importaba los aprietos económicos. Se había sembrado una meta: terminar su carrera y lo lograría, aunque con sacrificios.
Bueno, llegó a casa, agarró una charola vació el primer huevo y cuando iba a romper el segundo, lo sintió algo raro. Lo movió y se dio cuenta que sonaba, entonces dijo: ¡Oh no!¡Qué salada! ¡Está dañado! Tendré que ir a cambiarlo.-Y salió corriendo otra vez. Llegó hasta la tienda cargando el huevo podrido.
-Señora, por favor, mire yo hace un momento le compré dos huevos, pero uno me salio dañado. Por favor quisiera que me lo cambiara.
-¡Oh no!,.Dijo la señora enfadada.-Yo no tengo la culpa que te haya salido el huevo podrido. A mí también me los entregan así.
-Por favor señora. No sabe lo que sufrí para reunir las monedas y comprarme estos dos huevos y ahora usted me sale conque no me va a cambiar el huevo podrido, por favor, cámbiemelo por uno bueno, o devuélvame mi dinero.
-¡Claro que no!, y será mejor que te vayas.
-Lo justo es que me devuelva el dinero si no me lo va a cambiar, por favor.-Insistía.
-Yo no tengo la culpa, te repito, no insistas que no te lo voy a cambiar y no te voy a regresar tu dinero. ¿Entendido?
La joven se quedó pensativa y cargada de rabia. Sabía que era inútil insistir. Sentía impotencia. Quería llorar, sus ojos se le aguaron, pero, súbitamente, decidió.
-Está bien señora, no me va a cambiar el huevo, entonces, se lo regalo.- Y lo lanzó al piso con toda su fuerza y los dos segundos siguientes que pudo haber permanecido allí fueron suficientes para percibir la pestilencia, que tuvo que taparse la nariz, y correr, porque pudo ver la cara llena de furia de la dueña de la tienda que la insultó grotescamente y fue detrás de ella gritándola y pretendiendo alcanzarla, pero su juventud pudo más. Sus piernas corrieron velozmente por la acera y llegó hasta la puerta principal. La cerró ofuscada y temblorosa. Se dirigió a prisa a su cuarto y se encerró. La señora quedó atrás. Ya no le importaba. Se sentó sobre la cama, agitada. Dos lágrimas cayeron por sus mejillas. Estaba indignada. Se sentía incomprendida. Pero, no se arrepintió de lo que hizo. Entonces, secó sus lágrimas, se paró y procedió a hacer su tortilla con un solo huevo. Debía calmar su hambre.
Luego de haberse servido la deliciosa tortilla, sus tripas, que le habían parecido perros hambrientos ladrando en un funesto callejón, se habían convertido en hermosas bailarinas de circo que estaban siendo aplaudidas efusivamente, luego de haber ofrecido un brillante espectáculo. Ella sonreía. Unos golpes en la puerta hicieron que su mente aterrizara y dejara de jugar con las traviesas olas de la imaginación.
-Anaís. Soy yo.-Era la voz de la dueña de casa.
-Adelante, doña Estelita.-Le dijo con una leve sonrisa.
Por la puerta apenas sacaba la cabeza una señora de avanzada edad, de melena rizada y entre canosa, de mediana estatura. Cargaba anteojos con filos dorados, escondiéndose tras ellos unos ojos tiernos y chispeantes. Doña Estelita, era una señora muy dulce y su voz era tan suave como la espuma y con ese cantadito al hablar, propio de los habitantes de esa ciudad. Esa sonrisita que cargaba en sus resecos y delgados labios, le agradaba a la jovencita. Una buena noticia le traería.
-Al teléfono, Anaís, tienes una llamada.
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